El derecho a la alimentación fue reconocido como un derecho humano desde 1948, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, lo anterior fue reforzado, años después, por el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) que reconoce el derecho de toda persona a estar protegida del hambre. Ambos instrumentos, se han convertido en base para la construcción de un nutrido marco jurídico internacional que establece las dimensiones para garantizar este derecho.
Según el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, se entiende por seguridad alimentaria el derecho de toda persona a tener acceso, de manera regular, permanente y libre a una alimentación adecuada y suficiente, que corresponda a las tradiciones culturales del consumidor y garantice una vida libre de angustias, satisfactoria y digna. Para cumplirlo, en palabras de Clara Jusidman-Rapoport, es obligación principal del Estado adoptar las medidas que sean necesarias para lograr el pleno ejercicio del derecho a la alimentación para todas las personas bajo su jurisdicción. Sin embargo, en este mandato existe una contradicción principal y se encuentra en el hecho de que los Estados poco margen de maniobra tienen frente a las características del actual sistema agroalimentario global.
Por más de 50 años, se ha consolidado un sistema mundial agroalimentario caracterizado por la oligopolización por parte de una serie de empresas transnacionales agroindustriales que hoy dirigen la producción hacia la satisfacción de necesidades que nada tienen que ver con la salvaguarda del derecho a la alimentación.
Son pocas las empresas que dominan la producción, las cadenas de suministro y distribución de alimentos, por ejemplo, Monsanto, Syngenta y DuPont concentran el 55% del mercado internacional de semillas; el 75% del mercado de las materias primas agrícolas está en manos de Archer Daniels Midland (ADM), Cargill, Bunge y Louis Dreyfus; y el 80% del mercado de producción de alimentos es dominado por Associated British Foods, Coca Cola, Grupo Danone, General Mills, Kellogg´s, Nestlé, PepsiCo, y Unilever.
En días recientes, hemos leído notas sobre las implicaciones que tiene el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania para la seguridad alimentaria en el mundo derivado de que ambos países son productores y exportadores de insumos estratégicos como trigo, aceite de semilla de girasol, cebada, centeno, fertilizantes agroindustriales, y energéticos. Como bien apunta Paloma Villagómez, México no está exento de experimentar las consecuencias de este conflicto. Para darnos una idea, desde 2018, nuestro país cuadriplicó las compras de trigo a Rusia, además consumió cerca de 6 millones de toneladas de fertilizantes, de lo cuales, 30% provenían también de Rusia. Aunado a lo anterior, se suman a las implicaciones aún no superadas de la pandemia del COVID 19.
Los retos para la política externa de México son varios. Mientras que la política interna debe garantizar la suficiencia alimentaria básica, la política exterior debe promover una gobernanza alimentaria donde la justicia sea el eje transversal en la arquitectura de relaciones entre los múltiples actores. Si bien, el Programa Sectorial de Relaciones Exteriores 2020-2024 establece que se dará seguimiento a los trabajos de agencias, fondos y programas del Sistema de las Naciones Unidas sobre temas relacionados con el desarrollo sostenible, el desarrollo agrícola, la seguridad alimentaria y nutrición, las estrategias y acciones son difusas en torno a la fijación de metas a alcanzar, lo que impide garantizar a cabalidad el derecho humano a la alimentación. Así, resulta urgente que el gobierno federal fije una agenda clara a favor de la seguridad alimentaria.
Fuente: elsoldemexico
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